sábado, marzo 07, 2009

La búsqueda gozosa de la felicidad en los filósofos griegos


Las Bolsas se hunden a pesar de la drástica caída de los tipos de interés, los Bancos quiebran afectados por los activos tóxicos y en España el juez Garzón se constituye en guardián y garante insobornable de la "moral" y la ética. Pronto escribiré sobre el gratis total del juez Garzón en el Club Financiero Génova cuando solicitaba los salones para sus entrevistas con las televisiones extranjeras, en mi etapa como vicepresidente ejecutivo del Club.

Pero en tiempos de miedo y angustia volvamos a los clásicos. Y para ello reproduzco parcialmente el extenso y excelente artículo de mi querido amigo Pablo García Castillo, Decano de la Facultad de Filosofía en la Universidad de Salamanca sobre la felicidad en los filósofos griegos. Hoy destaco la armonía en Pitágoras.

Desde sus orígenes hasta la actualidad, la filosofía ha sido una constante búsqueda de la vida feliz, de la mejor forma de vida humana, de la excelencia en la armonía con la naturaleza y en la sintonía entre los ciudadanos. Así parece indicarlo, entre otros, el famoso adagio agustiniano, que, citando a Varrón, proclama que el hombre no tiene más razón para filosofar que la de ser feliz.

Cualquiera que recorra con cierta atención y perspicacia la biografía y los textos de los filósofos griegos podrá convencerse fácilmente de que la filosofía nació en los mejores días de Grecia, como una mirada festiva capaz de contemplar el orden del universo y como una atenta escucha de su armonía.


Un breve recorrido por los comienzos de la filosofía occidental, nacida en las colonias jonias de Grecia, nos permite comprobar fácilmente dos cosas. Primero, que los filósofos griegos, los creadores del lenguaje y de los conceptos de la filosofía occidental, no entendieron la filosofía como una reflexión abstracta, alejada de las preocupaciones de la experiencia y de la vida cotidiana de la sociedad a la que pertenecieron y de la que fueron expresión fiel, sino que sus biografías revelan una singular atención por la realidad humana, como puede también adivinarse en su mitología y su arte sin igual. Y, en segundo lugar, que los primeros textos filosóficos confirman que la alegría, el gozo y un agudo e inteligente sentido del humor es esencial a la filosofía y a la cultura griegas y que ese sentido festivo y lúdico de la existencia ha sido una de las raíces más fecundas desde entonces de la cultura europea.

Desde Pitágoras hasta Platón, a pesar de las diferentes concepciones de la filosofía y de la rica y variada diversidad de modos de vida de los filósofos, percibimos un hilo conductor que permite detectar la fisonomía de este nuevo personaje del mundo griego que es el filósofo. En sus asombrosas y atractivas peripecias vitales e intelectuales descubrimos siempre la alegría y el gozo de quien se aventura en el conocimiento de la inabarcable naturaleza y del insondable buceo en los mares de la interioridad humana.

1.- La armonía pitagórica

La tradición que viene de los antiguos considera a Pitágoras como el creador del nombre mismo de la filosofía. De las dos noveladas biografías que de él tenemos, la de Porfirio y la de Jámblico, podrían citarse innumerables anécdotas singulares y asombrosas. Un personaje envuelto en leyendas, del que se dice que era hijo de un dios, tal vez Apolo, y de una mujer mortal, como tantos héroes y semidioses del imaginario mitológico griego, que recordaba sus veinte reencarnaciones anteriores, que impuso a sus seguidores algunas extrañas reglas y normas ascéticas incomprensibles, que fue tal vez el primer vegetariano de la historia, que se dejó coger y matar por no cruzar un campo sembrado de habas, legumbres prohibidas por este raro ecologista. Este primer matemático occidental, que sacrificó cien bueyes, haciendo una hecatombe, al descubrir el teorema que lleva su nombre, este personaje único, de quien se dice que fue el primer boxeador olímpico, que llevaba una larga cabellera y un manto púrpura, como los reyes; que tenía un muslo de oro y un enorme éxito con las mujeres, a las que no hacía demasiado caso, fue el primero en usar la palabra “filosofía”, que entendió como una mirada festiva de la vida humana, uniendo para siempre el gozo y el conocimiento reflexivo de la finitud del hombre.

Como nos cuenta admirablemente Cicerón, al pronunciar, por primera vez en la historia, la palabra “filosofía”, Pitágoras nos muestra que la forma más excelente de vida humana no es la de quien vive para el negocio, como los mercaderes, ni siquiera la de los atletas y hombres prácticos, que persiguen la victoria, el éxito y la fama, sino la del hombre que contempla y ama la armonía y el equilibrio de los vaivenes del vivir, el que aprende a ser amante de la única sabiduría al alcance del hombre, la del reconocimiento socrático de que nunca sabremos nada definitivo, excepto lo que aprendamos por la mirada interior que nos hace sentirnos pequeños, limitados, mortales y nos impulsa a disfrutar esta pequeña y efímera posesión que es la vida.

La vida, decía Pitágoras, se parece a unos juegos olímpicos o a un festival gimnástico. Ésa es la metáfora esencial del creador de la filosofía, en la que nos presenta la actividad racional y reflexiva del hombre como una acción contemplativa del cosmos que nos llena de armonía. La vieja imagen del gran teatro del mundo, que tuvo un enorme éxito en el barroco español, especialmente en algunos dramas de Calderón, tiene su origen en esta metáfora pitagórica. Los seres humanos llegan a la vida como aquellos antiguos griegos asistían a los juegos: para contemplar la belleza del universo y del hombre y para escuchar la música que la acompaña. Porque en los juegos no sólo competían los atletas, sino que sonaba la música para deleite de los espectadores. Los seres humanos son como espectadores de teatro, - que también crearon los griegos y lo llevaron a su máximo esplendor en la Atenas del siglo de Pericles -, porque “teatro” significa lugar donde se contempla la vida humana en acción y se escucha la música armoniosa del coro, que con frecuencia expresa lo que sienten los mismos espectadores, según nos explicó con enorme fuerza poética Aristóteles, al presentarnos la tragedia como obra de arte total, en la que, por medio de la música, la danza y el verso poético, se ofrece ante los ojos asombrados de los atenienses la representación de la vida humana en acción.

Esta comparación de la filosofía con la contemplación de la belleza del cosmos y la atenta escucha de la música mundana se expresa de forma sublime en el concepto pitagórico de armonía. La esencia de la filosofía, según el pitagorismo, consiste en alcanzar la purificación del alma para liberarla de la rueda de las reencarnaciones.

El alma, en su estado original, era como un ave que volaba libre en el aire sereno y limpio de la armonía celeste. Pero, por una culpa heredada, perdió sus alas y abandonó la celestial morada, para sufrir el destierro, el castigo en la cárcel del cuerpo, viéndose obligada a reencarnarse una y otra vez hasta recuperar su originaria armonía. Y, frente al camino de los ritos que ofrecen los órficos, Pitágoras propuso practicar la filosofía, es decir, la contemplación de la armonía de los movimientos ordenados del cielo y la escucha de la música de las esferas para introducir de nuevo en el alma la armonía perdida y liberarla así de la rueda de las reencarnaciones. Al menos, así se desprende del lúcido análisis de este “mito del alma desterrada” que nos ha dejado Ricoeur, en su conocida obra sobre la simbología del origen del mal.

Por eso Porfirio nos dice que Pitágoras “practicaba una filosofía cuyo fin era preservar y liberar de determinadas ataduras a la mente que se nos ha asignado, sin la que, en modo alguno, nada sensato ni genuino se puede conocer y percibir".

Pitágoras no sólo enseñaba a aprender por los ojos del alma, sino muy especialmente por los oídos. Porfirio nos recuerda la conocida distinción entre los discípulos del maestro: “su sistema de enseñanza, dice, era doble. Y sus discípulos recibían el nombre de matemáticos, unos y acusmáticos, otros”.


Las matemáticas y la música, lo que se aprende por los ojos (máthesis) y lo que se aprende por los oídos (ákousma), constituyen los dos caminos que conducen a la curación del alma, fin de la filosofía pitagórica y platónica. Y ambos caminos conducen a la armonía visual y auditiva que expresa el concepto pitagórico de “harmonía”.

Los pitagóricos nos enseñan a aprender mirando al cielo y escuchando, en silencio, en el interior del alma, la música callada de las esferas celestes. Porque, según nos dice Aristóteles, los pitagóricos afirmaban que “la totalidad del universo era “harmonía” y número”.

El número alude al aspecto visual, geométrico y astronómico de los cuerpos del cosmos, que es comparado con un inmenso teatro. La “harmonía” alude al sonido concorde de los instrumentos afinados que convierten al cosmos en una inmensa orquesta. Así cabe entender la teoría pitagórica del alma como “harmonía” y su sintonía con los demás seres del universo, cuyo parentesco los hace afines y hermanos. Aristóteles, comentando esta concordancia musical del universo y del alma humana, nos dice: “Parece que existe en nosotros una especie de afinidad con los modos y ritmos musicales, lo cual hace decir a muchos filósofos que el alma es una “harmonía” y a otros que posee “harmonía”.


La contemplación del cielo de las ciencias matemáticas purifica los ojos del alma, que se convierte en amante del saber, amante de la belleza fascinante del cosmos. Pero el cielo es también música, armonía de las esferas, que sólo quien sabe guardar silencio, como Pitágoras, es capaz de escuchar. Las ciencias pitagóricas, que constituirán la introducción ineludible a la dialéctica platónica, no son sino los dos primeros pasos del filosofar, que, desde entonces, consiste en aprender a ver y saber escuchar, que son las dos actividades humanas por excelencia, como recoge Platón, en el libro VII de la República, en el único texto en que menciona a los pitagóricos por su nombre, en donde dice: “Del mismo modo que nuestros ojos están hechos para la astronomía, así también nuestros oídos están hechos para la armonía y estas dos son ciencias hermanas, como dicen los pitagóricos y nosotros, Glaucón, estamos de acuerdo con ellos”.

Por tanto, la filosofía adquirió desde el instante mismo de su nacimiento ese sentido de gozo contemplativo, estético y musical, que nunca perdió entre los griegos. Desde Pitágoras hasta la teoría de la iluminación de los neoplatónicos, la filosofía griega desplegó sin cesar esta imagen del cosmos como un libro escrito en caracteres matemáticos y musicales, cuyos números y sonidos no sólo hay que leer e interpretar, sino sobre todo incorporar en el interior del alma, que es como un libro en el que se dibujan las perfectas figuras geométricas del cielo o como un instrumento de música que forma con los demás seres del universo una orquesta sinfónica armoniosa, una sinfonía del infinito.

Así entendida, la filosofía es deseo y amor de la belleza geométrica de la naturaleza y escucha gozosa de su música callada. El hombre que sabe percibir y disfrutar de esta armonía logra curar su alma de esa culpa originaria que la hace sufrir el castigo reiterativo y circular de la rueda de las reencarnaciones. Por eso, la filosofía es también medicina, porque es música. La contemplación y la escucha de la armonía tornan al alma armoniosa, porque el alma se asemeja a lo que conoce, se hace armoniosa, virtuosa, saludable como el cosmos. Yla filosofía es el goce improductivo de una existencia dedicada al disfrute interior de la belleza, porque, para quien sabe unir el gozo y la filosofía, como hizo para siempre Pitágoras al inventar su nombre, la belleza y el disfrute de la existencia no se hallará jamás en la vertiginosa carrera del negociante que vive para acumular riquezas que jamás podrá saborear, porque no puede perder un minuto para hacerlo, porque el negocio exige dedicación exclusiva y atención total, que impide la amistad, el placer y la conversación pausada sólo al alcance de quien disfruta de la improductiva existencia que proclamó Epicuro, siglos más tarde.

Pero tampoco es la mejor forma de vida la de los triunfadores, la de los hombres pragmáticos, que lo subordinan todo a la eficacia, a la productividad, a la solución pronta y veloz de las acuciantes necesidades de la vida. Frente a estos modelos de vida que, en nuestra sociedad tecnológica y competitiva, se presentan a los jóvenes como máximas aspiraciones a las que han de orientar sus esfuerzos dejando a un lado la inutilidad de la filosofía, Pitágoras nos presenta al filósofo como el hombre atento a la vida, a la realidad, porque la filosofía, la contemplación festiva del espectáculo de la existencia es un modo de vivir que surge de la experiencia. La filosofía es todo menos una distracción inocente, que pueda realizarse de espaldas a la vida; es una inquietud constante por encontrar la verdad de las cosas y de las palabras; es la aspiración, con mayor o menor fortuna, a reunir gozo y seriedad, vida y reflexión; es más un modo de atender que de entender, porque el filósofo es, según Pitágoras, un contemplador de la armonía de los contrarios que constituyen la esencia del cosmos y del hombre.