Termina el verano. En apenas diez días estamos ya en el otoño. Llega sin apenas ruido. Las hojas secas caen silenciosas, el alma del chopo y del sauce amarillo tiembla y de improviso desgarra el velo de la melancolía. Los ojos se cargan de nostalgia, la mirada serena se pierde y con la indolente economía acecha la inseguridad, el miedo y el sufrimiento. En una fracción de eternidad, la naturaleza cambia y se transfigura. Desaparecen los aromas, los balsámicos perfumes de las flores deshojadas y vuelve el misterio sin luz de la tarde. La vida se inmoviliza, se escapa, las ciudades son ensueños. Nos inunda una atmósfera de rutina, escepticismo y tristeza. Los niños acusan la ansiedad de la vuelta al cole y un miedo irracional nos persigue. Los rostros se pierden en la penumbra y se amontonan los recuerdos. El otoño es propicio para reflexionar sobre el azar y el destino.
He leído que la protección del destino tiene un precio. ¿Cuál es? ¿Hay relación entre azar y destino? ¿Acaso es cierto que el propio modo de ser es determinante de todo lo que llega a sucedernos? Algunos afirman que somos incapaces de sobreponernos a un destino inscrito en nuestro propio carácter. El azar, finalmente, se reconvierte en destino. Lo inesperado no puede someterse a cálculo. La lógica del azar es la ausencia de lógica. El azar y el destino escapan a nuestra voluntad, son impuestos, sobrevienen. El primero, alude al universo de la casualidad, lo fortuito, lo inesperado. El destino tiene que ver con la fatalidad, con lo inamovible, con lo que sólo puede ser de una manera y de una vez para siempre. El destino no se puede modificar, solo cabe la resignación. Va de la mano con la desgracia. Nuestra libertad no puede cambiar su trayectoria. No obstante, decía Cervantes que
Cada cual se fabrica su destino. Si es así, sigamos luchando sin desmayo en este próximo otoño, a pesar de las numerosas dificultades y los entornos adversos, contra la tiranía de lo predecible.